La piel cumple un papel importantísimo: la vida debe doler mucho en carne viva. Por eso los dermatólogos dicen que hay que mimarla para que no nos acabe matando. También dicen que la piel tiene memoria, aunque yo añado que además de memoria también tiene sus manías y que a veces es muy exigente, la muy jodida. No se conforma con cualquier caricia y cuando le da la gana te exige el contacto con otras pieles que al separarse duelen como cera ardiendo. Tampoco le importa demasiado que después no haya cremita que valga para poder dormir sin que te escuezan las sábanas. La piel, que se supone que nos proteje del mundo exterior, casi siempre nos traiciona y nos vende. Te delata si te avergüenzas, suda si estás nervioso, quema cuando estás solo. Lo peor es el día descubres que todos los pasos que han dado tus huellas dactilares han sido en falso y que estás perdido. Entonces te toca conocer otras pieles y usar tus dedos como el que explora un mapa, ignorando cuál será el mejor camino, si la aburrida recta o la inquietante curva. Así fue como cierto día conduciendo por la barra me quedé dormido al volante, y ahora no tengo muy claro si los tatuajes que me encontré al despertar son de los de verdad o de los que se van con estropajo. Qué impertinente se ha puesto mi piel todo este mes de noviembre, que empezó el día de difuntos y que casi me acaba matando. Harto de tonterías le he dado un ultimátum a mi piel: o me cuenta las ampollas que me tiene planeadas o me la arranco a tiras, aunque sean tiras cómicas, que ya me dijo el domingo un buen amigo que cada día me parezco más a mi caricatura.
29 noviembre 2006
17 noviembre 2006
-¿llevas cuatro cervezas?
Y yo, tan urbano e ilustrado, una vez más tengo horchata por sangre. Con la de nudos que llevo en la lengua cómo le explico yo a esta chiquilla, a esta diosa de la fertilidad, quién es Shopenhauer y qué opina sobre la llamada de la especie y el amor apasionado. Pero la chica se lleva a los labios otro petardo y se hace la tonta con media sonrisa, así que confío en que mis manos cumplirán su palabra de estarse quietas y que seré fiel a lo que me queda de sentido común. Quince céntimos vale un mensaje de texto, y en esos ciento sesenta caracteres uno puede ser capaz de emborronarse hasta límites insospechados: así es como yo y mis cuatro mahous contribuimos con otra piedrecita a levantar los muros del caos. Yo, tan urbano y desafeitado, jugando un papel que me viene grande. Y chisporrotea la lluvia mientras fumo en la ventana (como cuando tenía diecisiete años) y la diosa de la fertilidad, a estas horas, dormirá entre sábanas blancas ignorando a Shopenhauer, jodido alemán barbudo, que está a mi lado desbrozando el descampado de mis recuerdos. Porque digo yo que si tan bien se estaba entre tus piernas, porque soy tan feliz estando sólo y echándote de menos. Y por qué por muchas cosas que aprenda siempre hay un momento en el que me siento un maldito inocente. Demasiados mensajes, quizá no valga para aguantar no saber dónde duermo mañana. Y al final asumo que es tan sencillo como complicado. Ni acostarme sólo ni dormir con nadie. Después de tanto aprender y no saber nada, aún pienso que a la que sea capaz de hacer de mi ónfalo su ombligo le mostraré con la punta de los dedos el color dorado que se esconde en algunos rincones de la tarde. Quizá la chica haya pensado que al final no valía tanto la pena. Y yo con cuarenta y un mensajes sin borrar en el móvil y un cajón lleno de fotos que arañan las manos. La cosa está más o menos clara: al final hago de todos los cuerpos la misma piel, así que ella sigue siendo la misma. Y miro las botellas agrupadas en la mesa.
- Sí, creo que han sido cuatro.
08 noviembre 2006
Periplo
Esta noche que llueve tanto me ha venido a la memoria Monemvasia, un atolón-fortaleza al sur del Peloponeso donde Julián y yo llegamos a creer que Poseidón seguía vivo y que le habíamos ofendido en algo. Uno siempre se pone a recordar en los momentos más tontos, basta un poco de lluvia, nostalgia y algo de imsomnio. Por otro lado he caído en la cuenta de que el foro lleva medio muerto ya un tiempo, así que no estaría de más insuflarle unos renglones, a ver si revive, aunque en el fondo sepa que será como llevarle cubitos de agua a una ballena que se seca en la arena.
El caso es que Grecia es un país que desde el principio me atrajo por una sencilla razón: me siento muy identificado con sus ruínas, y es que no hay mejor sitio que aquél para entender el significado de la palabra ruína. Tantos hombres y tantos dioses han elegido Grecia para darse allí de ostias que su mapa está dibujado a base de guantazos, rayos y blasfemias. Es como si las costas hubiesen sido talladas a collejas, las montañas levantadas a patadas y los valles se hubieran hecho a fuerza de pisotones. Por eso donde debiera haber carreteras en realidad sólo hay cicatrices, y todos los cruces y todas las curvas están llenos de malos presagios. Dos mil kilómetros de violencia. Dos mil kilómetros intentando recomponer ruínas. A lo mejor yo también soy una ruina que visitan las turistas buscando un souvenir, y se llevan piedrecitas y me pisan los muros, y se hacen fotos y preguntan sobre mí. Vuelos baratos que al final te salen caros. Y el idioma: no entender nada. Vivir en un mundo de extraña grafía imposible de leer, perderse en cada calle y que el mapa que llevamos no nos valga para nada. Toda la vida igual. Alfabeto griego, mensajes de móvil, direcciones de correo en billetes de metro: tanta escritura y no saber qué decir. Y a pesar de la incertidumbre mi amiguito y yo, cada uno con sus razones y sin saber si estábamos entendiendo algo, empeñamos nuestro oro y nuestro hígado en ejercer de homéricos viajeros. Periplo de queso feta y vajilla de plástico. Enardecidos por el vino y un whisky escocés de doce años coronamos los montes Parnonas (meses hubieran tardado en encontrar nuestras ruínas), en Termópilas nos cruzamos con Leónidas en un A6, conduciendo como un loco hacia nosotros, y entre Lamia y Kalambaka aprendimos que es mejor no hablar de mujeres cuando se conduce. Nos invitó alguna camarera, no encontramos taxistas que de madrugada nos sacaran de aquellas calles extrañas, y hasta dormimos en una cama al revés porque alguno de los dos dijo que la inclinación inadecuada podía provocarnos una embolia. Y jugamos a la guerra de Troya, pero no pudimos raptar a Helena porque al llegar a Micenas ya no estaba allí. Y disfrutó con nosotros el Oráculo de Delfos, que no se lo pasaba tan bien desde los tiempos de Alejandro. Y subimos y bajamos y bebimos hasta debajo del agua y no dejamos de intentar entender algo. A veces pienso que la libertad es no saber dónde duermes mañana, y que no te duela demasiado dónde dormiste ayer.
Y a mí todo aquello me pareció bastante. Me conformaba con perder de vista esta ciudad, y muchas de sus calles y algunas de sus gentes, que tantas ostias me he dado aquí, como tantos hombres y tantos dioses en Grecia, que a veces cuando ando por Valencia me siento como si su mapa lo hubiera hecho yo, y sus puntos cardinales fuesen mis puntos de sutura. Y todos los viajes se acaban y volvemos a empezar de cero. Mensajes de móvil y billetes de metro. Curvas llenas de malos presagios. Ruínas ¿no ves que por dentro estoy en ruínas?