Esta noche que llueve tanto me ha venido a la memoria Monemvasia, un atolón-fortaleza al sur del Peloponeso donde Julián y yo llegamos a creer que Poseidón seguía vivo y que le habíamos ofendido en algo. Uno siempre se pone a recordar en los momentos más tontos, basta un poco de lluvia, nostalgia y algo de imsomnio. Por otro lado he caído en la cuenta de que el foro lleva medio muerto ya un tiempo, así que no estaría de más insuflarle unos renglones, a ver si revive, aunque en el fondo sepa que será como llevarle cubitos de agua a una ballena que se seca en la arena.
El caso es que Grecia es un país que desde el principio me atrajo por una sencilla razón: me siento muy identificado con sus ruínas, y es que no hay mejor sitio que aquél para entender el significado de la palabra ruína. Tantos hombres y tantos dioses han elegido Grecia para darse allí de ostias que su mapa está dibujado a base de guantazos, rayos y blasfemias. Es como si las costas hubiesen sido talladas a collejas, las montañas levantadas a patadas y los valles se hubieran hecho a fuerza de pisotones. Por eso donde debiera haber carreteras en realidad sólo hay cicatrices, y todos los cruces y todas las curvas están llenos de malos presagios. Dos mil kilómetros de violencia. Dos mil kilómetros intentando recomponer ruínas. A lo mejor yo también soy una ruina que visitan las turistas buscando un souvenir, y se llevan piedrecitas y me pisan los muros, y se hacen fotos y preguntan sobre mí. Vuelos baratos que al final te salen caros. Y el idioma: no entender nada. Vivir en un mundo de extraña grafía imposible de leer, perderse en cada calle y que el mapa que llevamos no nos valga para nada. Toda la vida igual. Alfabeto griego, mensajes de móvil, direcciones de correo en billetes de metro: tanta escritura y no saber qué decir. Y a pesar de la incertidumbre mi amiguito y yo, cada uno con sus razones y sin saber si estábamos entendiendo algo, empeñamos nuestro oro y nuestro hígado en ejercer de homéricos viajeros. Periplo de queso feta y vajilla de plástico. Enardecidos por el vino y un whisky escocés de doce años coronamos los montes Parnonas (meses hubieran tardado en encontrar nuestras ruínas), en Termópilas nos cruzamos con Leónidas en un A6, conduciendo como un loco hacia nosotros, y entre Lamia y Kalambaka aprendimos que es mejor no hablar de mujeres cuando se conduce. Nos invitó alguna camarera, no encontramos taxistas que de madrugada nos sacaran de aquellas calles extrañas, y hasta dormimos en una cama al revés porque alguno de los dos dijo que la inclinación inadecuada podía provocarnos una embolia. Y jugamos a la guerra de Troya, pero no pudimos raptar a Helena porque al llegar a Micenas ya no estaba allí. Y disfrutó con nosotros el Oráculo de Delfos, que no se lo pasaba tan bien desde los tiempos de Alejandro. Y subimos y bajamos y bebimos hasta debajo del agua y no dejamos de intentar entender algo. A veces pienso que la libertad es no saber dónde duermes mañana, y que no te duela demasiado dónde dormiste ayer.
Y a mí todo aquello me pareció bastante. Me conformaba con perder de vista esta ciudad, y muchas de sus calles y algunas de sus gentes, que tantas ostias me he dado aquí, como tantos hombres y tantos dioses en Grecia, que a veces cuando ando por Valencia me siento como si su mapa lo hubiera hecho yo, y sus puntos cardinales fuesen mis puntos de sutura. Y todos los viajes se acaban y volvemos a empezar de cero. Mensajes de móvil y billetes de metro. Curvas llenas de malos presagios. Ruínas ¿no ves que por dentro estoy en ruínas?
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