23 febrero 2007
Ejercicio gratuíto e innecesario de auto-crítica metamórfica.
Tanta gente había hecho tratos con el diablo que no pensé que fuese tan difícil endosarle mi alma. Aquel cornudo la inspeccionó de arriba abajo y después de mirarla un rato al trasluz me la devolvió con una mueca de desagrado. No la quería, decía que ya estaba usada. Vaya una mierda de negocio, pensé. Probé entonces con la alquimia, a ver si sonaba la flauta y podía convertirla en oro, hasta me conformaba con convertirla en plomo y venderla a peso. Pero era una disciplina muy dura que exigía dedicación exclusiva, muchas horas, demasiados símbolos a descifrar, un coñazo, vamos. Y ocurrió que como siempre me quedé a mitad y sólo alcancé a convertir mi alma en piedra pómez. Sí, esa que flota, la que tiene nombre como de apellido de niño castigado sin recreo: Pómez. Esa es la razón por la que ahora me veo en una situación en la que, aun siendo agradable al tacto e incluso buen compañero de bañera, a mis treinta sanfermines tengo más bien poca prestancia, escasas posesiones y un humor color azabache. Sé que de habérmelo currado un poquito más con el rollo de la alquimia podría haber sido todo un galán biempensante, bien peinado y hasta bien motorizado. Me anticipo a la crítica: esto tiene toda la pinta de ser mi modo de consolarme, pues siendo consciente de que sólo soy un pobre diablo, describo mis pensamientos con una forzada ironía que si bien no me disculpa, confiere a la situación un toque ácido a la par que romántico. Qué va, qué va, ni mucho menos, escribo todo esto porque mis compañeros de piso (eufemismo de "mis padres") me han dejado la noche libre y ando por la casa ejerciendo mis vicios a diestro y siniestro, que no hay nada como tener un teclado a mano mientras fumas, así de adolescentes son mis motivos... Bueno, pero yo hablaba de la piedra pómez, y de que podría haber hecho las cosas de otra manera, pero el caso es que ando aquí a las cinco y pico de la mañana esperando furioso al viernes, mítico viernes, cuando a golpe de autobús me deshaga de la inercia y algunos cientos de kilómetros después suba al cielo peldaño a peldaño para escribir con mordiscos lo que todavía no me ha pasado. Los manatíes, o vacas marinas, son grandes mamíferos acuáticos que salen a respirar cada tres o cuatro minutos. Feos hasta lo simpático, gustan de vivir solitarios hasta que en época de apareamiento buscan a una hembra con la que copular. Yo, que ya ando cansado de océanos, y de acuarios, y de toda la parafernalia esa de la vida submarina, lo único que quiero es respirar todo el tiempo. Por eso a estas horas parezco tonto intentando en vano calcular que hora será en Australia, si ahora estarán en ayer o en mañana. Pero decía que ando aquí a las cinco y pico de la mañana, ya casi las seis, dándole vueltas a la alquimia, la distancia, los mordiscos y la piedra pómez. Algo andará mal en todo esto, las franjas horarias, la inercia, el imsonmio de las musas, los mensajes de texto a medio dormir, vete tú a saber, el caso es que es tarde, no me queda cerveza y empiezo a tener sueño. Y todo este mediocre monólogo para confesar, colilla en mano, que nada ha vuelto a ser lo mismo desde que sé dónde se apoyan las vigas que sostienen el cielo.
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