A fecha de hoy todavía no me las había tenido que ver con una fotocopiadora. Como hombre de mi tiempo, se supone que estoy más que versado en el manejo de todo ese tipo de artefactos tecnológicos que funcionan a base de toquecitos suaves con la punta del dedo, o al menos eso es lo que pensaba yo antes de enfrentarme a diario con un invento tan infernal como la fotocopiadora. Seleccionar orientación y tamaño, a una cara o a dos, las pares juntas o par-impar. Seleccionar origen de la copia. No hay papel. Una cara bien, la otra al revés. Falta la hoja del final. Quince copias. Una luz roja que no sé lo que significa ¿Cancelar copia? ¿Sí, No? Volvemos a empezar. Seleccionar orientación y tamaño, a una cara o dos, las pares juntas o par-impar. Quince más. Otra vez mal ¿Cancelar copia? Sí. Además de una sorda frustración, mi relación con la fotocopiadora supone a diario un desastre ecológico sin precedentes, tochos enteros de folios din a4 de la mejor calidad. Acercarme a ese bicho es sinónimo de blasfemias, pulsar más fuerte de lo conveniente, intentar ocultar las malas copias en la papelera. Pero aunque parezca algo estresante, últimamente he descubierto lo mucho que me entretiene descifrar los entresijos de ese arcano display táctil y sus tic-tics tan cabronzuelos, sus alquímicos iconos, su oscuro razonamiento. Si algo estoy aprendiendo es que cuando prescindes de instrucciones e improvisas con tu propia lógica, lo que pretendes se parece bien poco a lo que obtienes, aunque no por ello deja de ser divertido. Hoy me he acordado del día que teníamos que llevar al trabajo una fotocopia del dni y mi bizarro amigo Hugo trajo la suya en color tamaño folio, no es coña, es de lo mejorcito que he visto nunca. El caso es que desde que trabajo ocho horas los días parecen ser el resultado de fotocopias fallidas, una errónea selección de los parámetros; es como si faltase papel o se encendiese de vez en cuando una luz roja que no sé lo que significa. Intento tomármelo con calma: me distraigo con los aparatitos, observo a la gente, miro el calendario, me aburro. A veces me tomo un café y armado de valor me vuelvo a encarar con la fotocopiadora: a ver cómo me la juegas ahora, preciosa. Pero en general me aburro. Dudo del valor de todo esto y observo con interés cuánto de inercia hay en el hecho de que cada tarde decida ir a trabajar. Porque si no es inercia ya me dirás tú lo que es.
Y yo, que para ser un hombre mi tiempo le tengo mucho respeto al diccionario, me siento impelido a buscar entre mi lista de certidumbres una fuerza cuya acción sea capaz de situarme en las antípodas de lo previsible. A fecha de hoy todavía no me las había tenido que ver con algo así.
20 febrero 2007
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